Aproximadamente
son seis las tramas que componen El
enemigo: la familia disfuncional a la que ha distanciado la frontera, un
expresidiario que anhela la suerte de su tío muerto, el grupo que denuncia la arbitrariedad a través de las “pintas”, un
par de sepultureros cuyo trabajo ha aumentado con la proliferación de la
violencia, dos funcionarios corruptos y el director que, lejos de aludir sólo a
un motivo metateatral, se convierte en el símbolo de la manipulación y del
dominio. Es así que en El enemigo se intenta
la extrapolación semántica del par de caracteres hegemónicos: la madre de
familia que representa a la ciudad en peligro y que en algunas ocasiones nos
recuerda a la Medea de Eurípides, pues su integridad la decide el director
(Jasón, que a su vez obedece a la autoridad de Creonte), la figura que lo ha
orquestado todo, es decir, la imagen del gobierno engañoso que manipula, como en
una representación, la realidad y, como en una zona de guerra, el miedo.
“El
miedo es el enemigo”, dicen los personajes; figuras que habitan un conglomerado
de archivos muertos cuya verdad, pareciera, sólo se puede hacer evidente a
través de la ficción. De estos archivos subterráneos, primeramente, surge la
trama de la familia que ha sido alejada del padre y es muy significativo que
los niños, cual Telémacos desamparados, lean, en compañía de su madre, que está
a la espera como Penélope, las aventuras de Odiseo convertidas en cómic. Y es esa
misma inquietud de los personajes homéricos la que rige a esta familia,
sensación que en el niño más pequeño ha empezado a manifestarse en una
frecuente incontinencia nocturna.
Por
otro lado está el grupo de jóvenes cuyas “pintas” aparecieron en la ciudad hace
algún tiempo. En su afán por convertirse en un grupo de “coreutas gráficos”, se
ven agredidos por la fuerza militar que también, hace algún tiempo, ocupó la
ciudad. En escena, y a través de la resignificación de una silla vacía,
observamos cómo este grupo es intimidado mediante la tortura. Y, como se ha
dicho, todas estas vejaciones, que además tienen un referente real, son
manipuladas a través del realizador que dirige al par de funcionarios,
culpables de la suerte del grupo de jóvenes.
Y
una de las escenas, que como espectador me resultó más siniestra, es el
monólogo del expresidiario que impreca y, algunas veces profana a través del
baile, el cadáver de su tío. El
expresidiario, consciente de su miseria, desea estar muerto, pero su temor le
impide realizar esa danza del Medioevo que equiparaba, a través de la muerte, a
todos los hombres. El personaje realiza esta danza iniciatoria con el ataúd y
después con el cadáver, pero la muerte se resiste a llegar.
Y
otros personajes, cuya caracterización se configura a partir del tema de la
muerte, son los sepultureros. Al igual que el grupo de jóvenes, actúan a manera
de coreutas griegos, enjuiciando la
creciente violencia. Un acto distintivo de estos hombres es su habilidad para desplatar
botellas con la pala; rasgo que nos aterroriza aún más.
Por
último, pese al entramado ominoso que presenta El enemigo, la conclusión nos ofrece un viso de optimismo. No lo
hace de una manera evidente, si no a través del símbolo: la madre se aleja del
director, incluso un sueño le revela la posibilidad de matarlo, y esto nos hace
pensar en qué hubiera ocurrido si Penélope se decide a no esperar más a Odiseo.
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